sábado, diciembre 04, 2004

ENTORNO POÉTICO v.1
A esos angeles soñados que quizás fuimos...
EL ÁNGEL Y EL NIÑO

El nuevo año ha consumido ya la luz del primer día;
luz tan agradable para los niños, tanto tiempo esperada y tan pronto olvidada,
y, envuelto en sueño y risa, el niño adormecido se ha calla­do...
Está acostado en su cuna de plumas; y el sonajero ruidoso calla, junto a él, en el suelo.
Lo recuerda y tiene un sueño feliz:
tras los regalos de su madre, recibe los de los habitantes del cielo.
Su boca se entreabre, sonriente, y parece que sus labios en­tornados invocan a Dios.
Junto a su cabeza, un ángel aparece inclinado:
espía los susurros de un corazón inocente y, como colgado de su propia imagen,
contempla esta cara celestial: admira sus mejillas, su frente serena, los gozos de su alma,
esta flor que no ha tocado el Mediodía:
«¡Niño que a mí te pareces, vente al cielo conmigo! Entra en la morada divina;
habita el palacio que has visto en tu sueño;
¡eres digno! ¡Que la tierra no se quede ya con un hijo del cielo!
Aquí abajo, no podemos fiamos de nadie; los mortales no acarician nunca con dicha sincera;
incluso del olor de la flor brota un algo amargo;
y los corazones agitados sólo gozan de alegrías tristes;
nunca la alegría reconforta sin nubes y una lágrima luce en la risa que duda.
¿Acaso tu frente pura tiene que ajarse en esta vida amarga, las preocupaciones turbar los llantos de tus ojos color cielo y la sombra del ciprés dispersar las rosas de tu cara?
¡No ocurrirá! te llevaré conmigo a las tierras celestes,
para que unas tu voz al concierto de los habitantes del cielo.
Velarás por los hombres que se han quedado aquí abajo.
¡Vamos! Una Divinidad rompe los lazos que te atan a la vida.
¡Y que tu madre no se vele con lúgubre luto;
que no mire tu féretro con ojos diferentes de los que mira­ban tu cuna;
que abandone el entrecejo triste y que tus funerales no en­tristezcan su cara,
sino que lance azucenas a brazadas,
pues para un ser puro su último día es el más bello!»

De pronto acerca, leve, su ala a la boca rosada...
y lo siega, sin que se entere, acogiendo en sus alas azul cie­lo el alma del niño,
llevándolo a las altas regiones, con un blando aleteo.

Ahora, el lecho guarda sólo unos miembros empalidecidos, en los que aún hay belleza,
pero ya no hay un hálito que los alimente y les dé vida.
Murió... Mas en sus labios, que los besos perfuman aún, se muere la risa,
y ronda el nombre de su madre;
y según se muere, se acuerda de los regalos del año que nace.
Se diría que sus ojos se cierran, pesados, con un sueño tran­quilo.
Pero este sueño, más que nuevo honor de un mortal,
rodea su frente de una luz celeste desconocida,
atestiguando que ya no es hijo de la tierra, sino criatura del Cielo.
¡Oh! con qué lágrimas la madre llora a su muerto
¡cómo inunda el querido sepulcro con el llanto que mana!
Mas, cada vez que cierra los ojos para un dulce sueño,
le aparece, en el umbral rosa del cielo, un ángel pequeñito que disfruta llamando a la dulce madre que sonríe al que sonríe.
De pronto, resbalando en el aire, en torno a la madre extra­ñada, revolotea con sus alas de nieve
y a sus labios delicados une sus labios divinos.

(1.º semestre de 1869)
ARTHUR RIMBAUD
Nacido el 20 de octubre de 1854 en Charleville
Arthur Riambaud fue capaz de escribir semejante maravilla a los quince años ( de hecho es un comentario escolar a modo de glosa de un original de J. Reboul ), inspiración en la religiosidad y lo maternal para este conmovedor talento precoz. Simplemente brillante, algunos no llegaremos nunca a escribir ni un mal borrador de éste, lo único legendario será nuestra incapacidad...


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Uau és la culminació de la sensibilitat!!!És un poema preciós,...i fosc. Kisses

linus dijo...

Gràcies a mi també m'encanta, i ja saps per la dedicatòria ( meva ), que és un tema que em toca de prop.